Cada mañana
- cayobetancourt
- Nov 22, 2020
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Cada mañana despierto y una taza de café negro, doblemente negro me acompaña. Meticulosamente tiendo mi cama, sábanas blancas de cuatrocientos hilos deben permanecer estiradas al máximo, sin arrugas, estrictamente alineadas con la perfección de sus maderos café oscuro. Todo en un absoluto orden, los zapatos alineados en el clóset, siempre brillantes. Aunque no logro llegar a ese estado ideal, de igual manera los lustro hasta tres ves al día. Deben ser negros, oscuros en su más profunda tonalidad, no me gustan los zapatos de colores, puesto que disipan las miradas y evaden la elegancia. Camisas blancas, muchas camisa blancas en un extremo y algunas azules en el otro, no deben mezclarse, podrían perder su pureza. Pantalones perfectamente planchados, unas lineas delgadas en los pliegues que jamás deben cambiar, por eso yo mismo los plancho, no permito que alguien toque mi ropa, al igual que las camisas es un conjunto que muestra mi personalidad. Debería tener más chaquetas, azules por supuesto, Navy Blue mi color mi preferido. Creo que una chaqueta de paño es el complemento ideal de una camisa, el contraste del blanco y el azul crea una sensación de dicotomía perceptible solo para los ojos aguzados de algunos conocedores.
Un periódico me acompaña en la soledad de la mañana. Por años viví solo, alguien como yo no debe tener compañía, las cosas estarían fuera de orden. Hace unos meses tuve una compañera, pulcra, lineal y cuadriculada como yo. Me visitaba de viernes a domingo en una relación apacible, donde sus cosas estaban siempre en el cuarto de visitas, no mezclábamos nuestras pertenencias.
Llegaba después de la ocho, habíamos cenado a esa hora, cada uno cerca de su trabajo, tomaba una larga ducha y se refugiaba en mis brazos. Hablábamos de poesía o literatura, siempre Borges y Poe caminaban por la sala. Discutíamos porqué descubrieron el asesino en El corazón revelador, o cómo Borges visualizó la historia para escribir un futuro probable en El 25 de agosto de 1983. Conversaciones infinitas que podrían llevarnos hasta el fondo del Aleph y traernos de regreso. El amor entre dos seres que comparten tantas cosas podría llegar a rayar en la perfección.
Ella desayunaba antes que yo. No soporto el olor a huevos fritos, esos huevos que preparaba mi madre, con cebolla y tomate, al percibir su olor una sensación nauseabunda se apoderaba de mi boca. Tal vez porque muchas veces debí comerlos frente a ella luego de recibir varios golpes por tender la cama de un modo inapropiado. Lloraba, en silencio me mordía el labio inferior. Esa marca me acompaña desde entonces y recuerda que debo hacer las cosas perfectas.
El olor fuerte de mi café le parecía insoportable, trataba de disimularlo cuando estábamos fuera, pero en mi casa ella no podía con eso. Así que tomábamos el desayuno a diferentes horas, cuando los intensos olores habían desaparecido. En paz, cada uno acompañado de un silencio casi sepulcral, nos sentábamos exactamente por treinta minutos a tomar nuestros alimentos. Ella con sus revistas de economía, un par de libros y el horrendo olor a huevos fritos con cebolla y tomate. Afortunadamente mi casa tenía una terraza con vista a las montañas, el aire frio de la mañana y las pequeñas corrientes de viento alejaban rápidamente esos repugnares olores.
Mi café debía estar a noventa y nueve grados centígrados exactamente. Tenía un termómetro de cocina muy preciso, cuando el agua hervía, tomaba la tetera y justo después vertía el líquido en una taza blanca de una medida y media, agregaba dos cucharadas de café puro, sin azúcar. El termómetro arrojaba su medida exacta, lograba equilibrar la temperatura con un poco de agua fría o caliente según la necesidad. El periódico llegaba en la mañana, había conseguido que lo enviaran en una bolsa plástica, detestaba leer el periódico húmedo o arrugado. Su empaque protector también prevenía las bacterias, aquellos diminutos seres que algunas veces lograba percibir en las esquinas de la cocina. Por esto, cada semana tomaba un día completo para limpiar todos los puntos de la casa, especialmente el baño, que debía estar siempre brillante y con un ligero olor a lavanda. Mi compañera tomaba su ducha en el baño de su cuarto, no permitía que tomara una de las cuatro toallas que usaba cada mañana en el ritual del baño como ella lo llamaba. Una hora exacta sobre el agua hirviendo, podría cocinar un par de huevos como decía ella. Creo que le agradaba tener un espacio limpio, nunca se quejó de otra cosa.
El sábado se consagró como nuestro día especial. Luego de tomar el desayuno, caminábamos exactamente dos horas en el parque cercano, hablando de temas profundos, desde la filosofía hasta discutir libros como La plaga de Albert Camus, nos gustaba discutir las características de los personajes, cómo un autor u otro los describió y que podíamos tomar o desechar de estos, así transcurrían nuestras dos horas de caminata. Al llegar a casa, yo me dirigía a limpiar el automóvil, siempre con dos botellas de cera, una fuerte para cubrir rayones profundos que pudieran aparecer en la pintura y otra suave para pulir la tonalidad. Como me molestaban esos rayones, podría estar hasta dos horas en una sección del auto limpiándolo, brillándolo, inclusive perdido en los reflejos propios de mi rostro sobre las partes cromadas, siempre hasta las doce en punto. Tomaría una hora en alistarme, incluyendo una ducha de agua helada para salir con ella hacia el almuerzo. Siempre en silencio, nuestros almuerzos fueron así, silenciosos, respetuosos y acompañados de libros, nuestros libros, los de cada uno, sin mezclarlos. Los transportábamos en una maleta pequeña, con dos compartimientos, siempre antes de salir cada uno depositaba sus aspiraciones de lectura y luego la cerrábamos, nos acompañaría en silencio ese día.
Nuestros platos siempre finalizaban con una copa de vino tinto Cabernet Sauvignon, 2016 DAOU Vineyards Reserve, nuestra marca favorita. En ese momento iniciaba la conversación, un ritual que duró meses, siempre placentero. Ella, una erudita en la literatura, me llevaba hasta sus mundos recónditos donde yo solo había encontrado piedras negras, ahora podía comprender un arcoíris completo en los personajes. Así transcurría nuestra tarde del sábado, buena comida, buen vino y una profunda discusión literaria por casi dos horas. En el restaurante me conocían, lo visitaba desde hacía diez años, cada sábado la misma mesa, casi siempre el mismo plato, por eso se sorprendieron la primera vez que llegué con ella. Una rutina interminable, milimétrica donde los cubiertos estaban el la misma posición siempre, un mantel blanco y la carne debía estar a termino medio, el restaurante siempre la cocía a cincuenta y cinco grados centígrados. Me gusta ver como las pequeñas gotas de sangre brotan con cada pasada del cuchillo, ese gusto salado de la comida es indescriptible, por eso me gusta tanto visitar ese sitio.
Terminábamos nuestra rutina de almuerzo sabatino y nos dirigíamos a la librería, ese lugar enigmático y enorme donde la conocí. Estaba hojeando uno de mis libros favoritos Piel de zapa de Honoré de Balzac, una edición nueva con tapa dura e ilustración similar a los primeros ejemplares. Lo había tomado y se dirigía a la caja a pagar, le pregunté si podíamos compartirlo y me miró de arriba a abajo, con esos ojos grises que me llevaron al cielo y de vuelta al infierno. Ahí supe que podíamos tener una conversación, dos semanas después estaba instalada temporalmente en mi casa.
La biblioteca se convirtió en nuestro lugar de refugio, ahí hojeábamos libros y escuchábamos las lecturas de algunos pretenciosos autores que tal vez deberían recorrer un camino más largo antes de ubicarse en unas de las estanterías sagradas. Nos gustaba la librería nueva, con volúmenes limpios, frescos, sin polvo ni hojas amarillentas. Siempre consideré doloroso no poder compara ediciones antiguas, pero no soportaba el polvo.
Uno de los cuartos en la casa se había convertido en una biblioteca modular de techo a piso, con cientos de libros, algunos sin destapar que adornaban cada espacio vacío, necesitaría dos vidas completas para leer todos mis libros pensaba en algún momento. El trabajo del carpintero fue impecable, una serie de organizadores que se podían mover de atrás hacia adelante, permitía tener varios niveles sin amontonar los libros en un solo espacio. Blanco por supuesto, con numeración indexada, podía encontrar cada uno de los libros que tenia. Ella no profanaba mis espacios, menos los libros. Aunque mantenía su apartamento de soltera, llevaba de viaje a nuestra casa algunos de sus volúmenes de lectura inmediata, para retornarlos luego a su propia biblioteca. Por cierto, nunca la visité, aunque conocía cada rincón de su apartamento y especialmente al ubicación de sus libros por las descripciones que hizo el tiempo que estuvo conmigo, ahora pienso que tal vez fue imaginario y jamas existió.
Al finalizar la tarde, nos dirigíamos al cine, siempre con nuevos libros, otra de las cosas que me enamoró. Veíamos películas en el cine club, en blanco y negro usualmente, ella vestida con un abrigo rojo que contrastaba perfectamente con el azul mío. Nos divertíamos y al finalizar un café, al menos para mí, en una mesa para cuatro personas, cada uno en un extremo. Me molestaba mucho el olor a té de su bebida, no soportaba el ritual de la bolsa, sus manos blancas, con uñas perfectamente limadas abrazaban la taza, de la misma manera que tomaba mi rostro algunas veces. Pude sentir celos de la taza algunas veces, pensaba que le proporcionaba más calor del que yo podría darle, eso me molestaba. En silencio, estábamos ahí disfrutando los aromas separados, abstraídos en los sentimientos obligados por la película. Caminábamos de regreso a casa, sin prisa, como un preso que se dirige a la silla eléctrica, sin dolor, sin pasión, sin sufrimiento, flotando en la estancia.
Llegábamos cerca de las diez, ni un minuto más, cada uno tomaba una ducha y nos encontrábamos en la sala con nuestras levantadoras blancas y pantuflas. Una mirada profunda a los ojos y cogidos de la mano, nos dirigíamos a una habitación que nadie más usaba, ahí ocurrían nuestros encuentros, hacíamos el amor hasta las tres o cuatro de la mañana, con pasión desenfrenada y obtusa entre dos extraños. Un beso y vestidos de nuevo, nos dirigíamos a cada baño, una ducha rápida y dormiríamos separados como acordamos la primera noche. No soportaba sus largos cabellos sobre mi rostro, aunque me deleitaba con su piel, absolutamente blanca como si nunca hubiera recibido el sol, el conjunto lo cerraban esos labios gruesos pero delicados a la vez, completando una armonía perfecta. A pesar de esto, prefería no compartir mi lecho con otra persona.
El domingo transcurría como de costumbre, después de tomar el desayuno, corríamos en el parque por dos horas y regresábamos a casa para preparar nuestro almuerzo dominical. Vino blanco, con pez o pasta, siempre eso, los domingos son blancos, ligeros y taciturnos. Un juego de cubiertos que adquirimos para ese momento especial nos acompañaba a la una de la tarde, justo antes de la siesta. De nuevo una película de espías, esos hombres que cambiaban su identidad y se cruzaban mensajes encriptados en Europa del este o Moscú, generalmente de James Bond, como me gustan sus relojes, elegancia y aspecto inglés, algo que los americanos no logran por más esfuerzos que realizan. Con mujeres hermosas y abrigos de Ming que siempre cargaban una diminuta pistola en sus ligas.
Un beso profundo en la silla de la sala cerraba nuestros encuentros, sus ojos grises, entreabiertos, me miraban tratando de escrutar mis más profundos deseos. No hablábamos de otra cosa, no conocía a su familia ni ella a la mía. No hablábamos de nuestros trabajos, ni amigos, podríamos ser dos extraños de dimensiones paralelas, encontrados en un punto del espacio infinito que solo una casualidad improbable pudo llevarnos hasta ahí. Una probabilidad en un millón que disfrutaba las pocas horas que compartimos.
Todo terminó cuando una mañana se acabó la crema de dientes. Ella fue hasta mi baño, así es, hasta mi baño y sin preguntar tomó parte de la crema de dientes. Todo se habría resuelto con una corta discusión, pero no fue así. Debió apretar el tubo por la mitad, justo antes de las letras rojas que indicaban la marca. Eso fue inaceptable, creo que nunca sentí que alguien me hubiera ofendido de esa manera, no podía soportarlo más, ya el olor a huevos fritos con cebolla y tomate era suficiente para soportar ese abuso contra la crema dental. Ahí terminó todo, ella me miró desconsolada, sabía que algo malo había sucedido y debíamos tomar caminos diferentes. Como todos los domingos, siempre al terminar una de nuestras películas favoritas.
Esa tarde tomó su ropa, me besó apasionadamente en los labios y caminó hacia la puerta. Veía sus caderas moverse al ritmo de sus pasos, esos pasos que me gustaron tanto el día que la conocí, con zapatos rojos y medias de malla negras. Esas medias tan parecidas a las de mi madre, podía volverme loco con sus zapatos, los vi por ultima vez antes de cerrar la puerta, había partido para siempre.
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