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Santos óleos

Esa mañana, el padre se levantó a barrer antes de la misa de seis y lo encontró hecho un ovillo. Con las manos aferradas a la ruana que pobremente cubría los harapos que trataban de llenar los espacios que su piel desbordaba. Ahí permaneció sin moverse, las personas sabían que no estaba muerto porque el padre llevó la base del cáliz para darle de beber y este se empañó. Cada mañana y tarde durante cuatro días, se repitió el procedimiento, el cáliz con agua y ver que se empañaba. El cura no quería tener un muerto maloliente en el atrio de la iglesia. Fue la última tarde cuando finalmente abrió los ojos, comprobando que no estaba muerto, sus manos trataron de buscar algún signo de violencia en el cuerpo. Un par de horas después tomaba caldo de pollo en el rancho que servía de casa cural. Con esfuerzo, el padre y otros cuatro hombres lo llevaron hasta una cama improvisada con paja y algunas cobijas de lana viejas. Las montañas son inclementes pensaba siempre el sacerdote. Debía tener un buen corazón, sentía que su llamado se resumía a eso. Años atrás había renunciado a crecer en el clero, más cuando aceptó reemplazar el nonagenario sacerdote en ese pueblo enclaustrado en las montañas. Ese momento supo que su rebaño sería pequeño, tan pequeño como las pocas casas que cubrían el exiguo terreno. 


En la medida que el forastero se recuperaba, la incertidumbre de los pobladores crecía. En un pueblo conservador, no les gustaría ayudar a un liberal o menos un delincuente que nadie conocía. Patrocinio dijo llamarse, sin apellido, a secas nada más. Por cierto, ningún habitante del pueblo preguntó su apellido, con ese nombre todos lo conocían, inclusive los cuatro hijos que tuvo con la hija de Pedro el jornalero. Así la vida transcurrió sin mayores cambios en ese lugar, perdido para la administración central, tan escondido que al trazar la carretera central de los andes, no lo tuvieron en cuenta. Eso ayudó a mantener el tiempo estancado, alguien pudo despertar un día, cuarenta años después de dormir y las cosas seguirían iguales. Así transcurría la monotonía insoportable, con pocos hijos porque las personas habían olvidado aparearse, tal vez porque estaban enterrados en un agujero del tiempo que no les permitía salir hacia la modernidad.


Los hijos de Patrocinio crecieron en un buen hogar. Marta, su esposa tenía toda la paciencia del mundo, especialmente porque los habitantes del pueblo la vieron embarazada cuatro veces seguidas. Todo un acontecimiento en un lugar donde no pasaba nada. El cura párroco los bautizó sin dejar que los padres escogieran sus nombres, al fin y al cabo, nadie se llamaría Patrocinio de nuevo. Por lo tanto, pintorescos nombres de la biblia fueron asignados a cada uno de los varones. Quienes crecieron sin saber que una soledad interminable los acompañaría durante su existencia. En ese pueblo no nacerían otras mujeres, es más no nacerían otros niños, porque estaba condenado a la extinción.


Junto a su padre labraban la tierra, trabajando como mulas decía el sacerdote. Quien, cada domingo daba un largo sermón que podría dormir al más vigilante de los cazadores, los tacones del monaguillo pasaban por los corredores de ladrillo, despertando a los feligreses que rezaban para sus adentros, pidiendo que la interminable misa terminara de una vez por todas. Un domingo cualquiera, no importa el año porque los años no transcurrían en ese olvidado lugar, el padre invitó a un almuerzo colectivo para recoger fondos. Posterior a este evento, el pueblo tenía un programa cada domingo, asistían a misa y luego regresaban con papas, plátanos, gallinas, manteca, y cualquier cosa que hubiera en sus cocinas. En el atrio de la iglesia, se concentraban todos a preparar un almuerzo comunal. Años después nadie recordaría porqué iniciaron esa costumbre, pasaban los días de la semana y las personas solo pensaban en el almuerzo del domingo, donde pobres, ricos, blancos y negros compartían sin importar quien estuviera sentado a su lado.


Aparte de los funerales que aumentaron con frecuencia al pasar los años, el pueblo estaba en un ciclo infinito que se repetía cada semana. El padre enviaba su reporte mensual al obispo en la capital de la provincia. En principio lo hacia meticulosamente, indicando cuantas comuniones, cuantas personas se habían confesado, hasta cuantos óleos había administrado. Cuando llegó a esta ultima cifra, era muy fácil de recordar porque en muchos meses hubo uno o dos fallecidos, parecía que la vida de las personas en ese pueblo se había detenido al igual que sus años.


Los minuciosos reportes se transformaron en algo escueto, un par de líneas incluyendo el saludo y la despedida. Ahora con peticiones para arreglar la iglesia, reponer el vestido de santa Beatriz porque cada fiesta de la patrona del pueblo, el 6 de noviembre, debía remendarse su ajada indumentaria. El cura nunca dejó de escribir en su bitácora los acontecimientos del lugar. En algún momento dejó de recibir cartas del obispo, había notado que muchas de ellas estaban incoherentes. Especialmente en el último año, después dejaron de llegar, y menos responder la correspondencia que el anciano párroco enviaba, nunca sabría que el obispo había muerto y que el pueblo quedaría en el más completo olvido. Estarían condenado a la extinción atemporal de un lugar desconocido por todos.


La primera vez que el cura relacionó una muerte fue con la esposa de Patrocinio. Abel, uno de los hijos menores había llegado sin aliento a su despacho, vio al joven con una ruana llena de barro, con las maltrechas botas manchando el piso y observó sus ojos rojos, a la vez que decía:


-Mi mamá está agonizando.


El cura corrió a ponerse una sotana, la más nueva que tenía cuando llegó al pueblo, ahora tenia más remiendos que tela original. Cuando llegó a la casa de Patrocinio, la mujer estaba pálida, hacía una semana que solo tomaba agua, los tres hijos trataban infructuosamente de calentar sus manos y pies. Inclusive un brasero se había instalado en la mitad de la habitación para brindar algo de calor. Por cosas de su servicio pastoral, años atrás se había enterado por una escueta carta de la muerte de su madre cuando aún estaba en el seminario, tal vez por eso cada vez que ungía una mujer imaginaba a su progenitora. Abrió su libro de oraciones a la vez que destapó un pequeño recipiente de plata. Guardaba ahí el aceite bendecido en la misa del jueves. Tomó un algodón y lo pasó sobre la frente y las manos de la moribunda, con un crucifijo en la mano, leyó las oraciones para ese momento trascendental en la vida de un cristiano. La mujer tomó un largo respiro y se desmadejó, el cura supo que estaba muerta. El llanto de los hijos no se hizo esperar, meses de angustia habían terminado. Aunque el desenlace se conocía, nadie está preparado para semejante dolor explicaba el anciano sacerdote. 


A partir de ese momento, aplicaba los óleos de manera más frecuente. Había memorizado las oraciones y tomaba este acto de piedad con la naturalidad de un experto en el tema, desconectado emocionalmente, al menos de labios para afuera. 


• Los habitantes del pueblo se están acabando. murmuró esa noche, en un destello de lucidez cada vez menos frecuentes a medida que avanzaba su edad.


Se habría dado cuenta que estaban aislados, perdidos en un hueco del tiempo que fue abierto años atrás cuando llego Patrocinio y cerrado inmediatamente después para permanecer así hasta que todos murieran en el olvido.


Había dejado de enviar la correspondencia al obispo, las cartas fechadas años atrás se amontonaban en cajas a la entrada de la casa cural. Nadie las reclamaba, inclusive tenía una caja para poner la correspondencia que esperaba y nunca llegó, esta permaneció vacía el resto de los días del cura.


Días atrás, moribundo, en medio de los últimos estertores, trató de reivindicarse por su vida y todas aquellas que destruyó a su paso. Patrocinio había dado la orden de llamar al cura solo en extrema necesidad. El problema fue definir esa extrema necesidad.


Por eso Abel estuvo todo el tiempo a su lado, la experiencia que ganó en las anteriores agonías, se podía aplicar aquí. Cada vez que sus hermanos le preguntaban, decía que aún no era tiempo. Hasta esa noche, estaba en vela y sintió que su padre partiría, corrió por las calles desoladas del pueblo hasta la puerta del sacerdote, estaban próximos a celebrar las festividades de la patrona del pueblo. Por eso cuando Abel llegó a la madrugada gritando para que le abrieran la puerta, el cura supo que algo andaba mal, tal vez por eso tardó en levantarse, o al menos esa fue su excusa en ese momento. 


Le molestaba levantarse a medianoche, especialmente porque hacía un par de décadas que su cuerpo huía del sueño. Ese sueño que en juventud fue mancillado en el seminario. Ahora debía aplicar los santos óleos a Patrocinio, el anciano que había llegado al pueblo veinte años atrás, con una muda de ropa y que durmió en el atrio de la iglesia cuatro días seguidos.


Especialmente disgustado por las malas noticias, Abel se había convertido en la persona que siempre lo llamaba, el cómplice de los moribundos. Muchos tenían tanta confianza en el hijo de Patrocinio que le contaban sus penas y adelantar algo al sacerdote, que con el paso de los años estaba cada vez más lento y poco coordinado.


Cuando los dos llegaron al final de la calle miraron atrás, encontrando muchas casa vacías y abandonadas, los pocos habitantes que los acompañaban vivían en el otro extremo del pueblo. Se hizo frecuente desde hacia unos meses que cada aplicación de los santos óleos tuviera la presencia de las personas del pueblo. Comprobando de esta manera que cada vez uno partía dejando a otros en el camino del olvidado pueblo.


El sacerdote llegó taciturno, somnoliento y con una biblia que parecía escrita por el mismo Jesucristo, amarillenta y con los bordes doblados, tendría el doble de su tamaño original. Acercándose hasta la cama del moribundo, quien no paraba de convulsionar, la fiebre lo consumía implacablemente. Esta vez fue diferente, los estertores del hombre no le permitían musitar una sílaba. Menos le diría algo a sus hijos, quienes tenían una imagen impecable del humilde hombre de campo. Paños de agua fría en la cabeza trataban de disminuir el calor que le perforaba el cráneo. Litros y mas litros de agua fueron administrados en los días previos, pero la fiebre había no había cedido. 


El calor que manaba del cuerpo se percibía en toda la habitación, junto a los hedores de su estómago, un cuadro poco amigable para el viejo sacerdote. Cuando puso el algodón en la frente del moribundo, las convulsiones cesaron, dando un aire de tranquilidad al lugar. El cura hizo una seña para que los dejaran solos, acercando ahora el oído a los labios secos del hombre en la cama. Sus ojos permanecieron en las órbitas al escuchar la entrecortada confesión del hombre. Quien, en su agonía pronunció pocas palabras, lo suficiente para extraer un padrenuestro y hacer que el cura se persignara en un acto reflejo. 


Vio la sotana moverse al compás del esquelético cuerpo del sacerdote. El compás de los pliegues dibujaba pequeñas llamas que poco a poco se hicieron más grandes. Entre las cuales caminaban almas, muchas almas que Patrocinio había segado en vida. Se acercaron a él, danzantes y con la cabeza baja, observándolo momentos antes de su partida. Habían esperado lustros completos en una apacible expectación donde siglos enteros podían pasar en un instante. El moribundo sabía que sus últimos instantes serían terribles, la confesión aseguró que todas las almas estuvieran presentes en ese momento. Guiado de la mano, caminó hacia la puerta, donde el sacerdote había desaparecido momentos antes. Ahora, al cruzar vio lo que sería su destino, ese destino marcado por atrocidades y sufrimientos.

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