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Una mancha imborrable

Updated: Jul 21

Cinco de la mañana, un día lluvioso y luego de marchar toda la noche llegaron a La Casa Arana, los visitantes sienten un ambiente lúgubre, frío y con sensación de abandono –al igual que esos pueblos fantasmas luego de las masacres a inicios de siglo– pensaba el capitán al mando de doscientos soldados, estaba cansado esperando un ascenso que nunca llegaría. Le prometieron cambiarlo a la capital si comandaba uno de los pelotones en Leticia, una ciudad más brasileña que colombiana, donde muchos no sabían de Bogotá, excepto cuando un nuevo intendente debía posesionarse o políticos jóvenes con deseos de apoyar las regiones llegaban en visitas fugaces, los más viejos solo estaban en sus enormes casonas de la capital, gobernando a distancia y viviendo como burgueses en un país olvidado para los extremos más alejados.

Esa circunstancia fue aprovechada por el gobierno de Lima, donde se confabuló una treta para tomar por la fuerza la ciudad de Leticia, el puerto colombiano sobre el río Amazonas y de ahí consolidar el comercio fluvial con Manaos y las otras poblaciones ribereñas. Una noche de mil novecientos treinta y dos un par de centenares de soldados peruanos, harapientos y mal armados se tomaron la incipiente capital plantando una bandera roja y blanca, la ciudad si así pidiese denominarse, contaba con unas decenas de ranchos desbaratados y cuatro policías descalzos y con alguna munición quienes poca resistencia pudieron hacer frente a la invasión extranjera. La noticia tardó en llegar a la capital del país, donde muchos ni siquiera conocían que Colombia tenía un puerto en el suroriente y menos que el río más grande de América del Sur servía de frontera natural con Brasil. Todo un revuelo en el congreso y las esperadas discusiones entre los partidos políticos azules y rojos quienes buscaban tener la razón frente a las decisiones que se tomarían en contra del país invasor.

Machetes oxidados sirvieron para despejar el área del campamento, una explanada en la parte posterior de la casa Arana. Austeras carpas templadas por estacas fueron desplegadas rápidamente, una cobija húmeda y las botas llenas de agua no ayudaban a dormir bien. De igual manera debían formar al mediodía, la revista sería completa, uniforme impecable, fusil aceitado, botas lustrosas y equipo de campaña a la espalda, todo en su debido orden. El niño soldado estaba ahí limpiando su fusil, oxidado y con varias iniciales en la culata, el cual había pasado por varias manos antes que las suyas. Se preguntaba si dispararía bien, desde que lo recibió en la guarnición en Popayán, había observado el cañón desviado y con varias muescas que contaban historias y horrores de sus antiguos propietarios, además una marca profunda mostraba que fue usado como palanca en algún momento por una ligera inclinación hacia la izquierda. Al opinar sobre el estado del fusil, recibió una reprimenda, el grito fue inmediato –Vuelta al poste, ¡carrera mar!-- escupió el sargento de instrucción, un centenar de flexiones de pecho completaron la dosis de adiestramiento, una de las muchas que tenía en su vida militar. Un poco de aceite en el arma y grasa en las botas disimulaban la precaria indumentaria, la marcha por la selva y en especial el paso por el cañón del diablo había rasgado sus ropas, afortunadamente parte de su equipo incluía aguja e hilo, así que al cabo de varias semanas el uniforme parecía una colcha de retazos más que indumentaria militar.

Ensimismado en estos pensamientos, escuchó la primera parte de la instrucción, luego de un padre nuestro y varias series de veinte flexiones de pecho. Los menos fuertes se habían desmayado en el implacable sol de la selva. Abrasador como un volcán, generando una sudoración excesiva que atraía a los mosquitos como un imán. Por supuesto no se podían rascar, cualquier movimiento en la formación perfecta significaría castigo para todo el pelotón y seguramente un baño de agua fría por parte de sus compañeros cuando durmiera en la noche. Por lo tanto, fueron comida de los mosquitos durante el tiempo que duró la formación, la fusta en la mano del capitán y su continuo movimiento recordaban las consecuencias y de alguna manera evitaron que fuese castigado. 

Estando a solas pensaba –esto es peor que el propio patio de los infiernos, y lo más probable es que esté cara a cara con el propio lucifer en los próximos días. Recibió una ración de aguardiente y luego de un par de sorbos, friccionó el resto en el cuello y los brazos que ya mostraban gran cantidad de puntos rojos producto de las picadas implacables de mosquitos. En las carpas la situación estaba peor, las noches en la selva son lluviosas, frías y húmedas, la imposibilidad de usar algo para repeler los mosquitos y la incesante picazón hacía que muchos soldados se despellejaran con las uñas, haciendo cíclico el sufrimiento. La lluvia formaba una delgada capa de agua por dentro de la carpa de campaña, donde todo estaba bien si nadie la tocaba, pero los soldados son inquietos y al tocarla, se formaba una gotera que mojaría todo el equipo, así que casualmente muchas carpas tenían goteras cuando estaban acampando por largo tiempo. Desafortunadamente para el capitán y algunos de ellos –quienes regresarían a sus casas con vida- el conflicto duraría varios meses más. Así transcurrían las noches en el campamento, entre cuentos de los hombres más viejos, noches de guardia, risas nerviosas y la espera de órdenes para atacar los puestos de vigía que habrían plantado las tropas peruanas.  

Los indígenas de la zona servían de guía, nadie como ellos para conocer los caminos entre los ríos y caños, estaban celosos de los nuevos visitantes, inicialmente los militares pensaron que la superstición es más fuerte que las ganas de comer, pasados los días, la confianza del guía fue ganada y las conversaciones se hicieron más frecuentes, este guía se llamaba Asunción y había recibido el bautizo luego de cumplir diez años porque algunos misioneros Salesianos en su peregrinar por la zona, buscaban evangelizar las tribus y enseñarles artes y oficios que les permitieran cambiar su vida nómada y selvática, Cuando Asunción fue bautizado, los misioneros preguntaron a sus padres cuantos años tenía, ellos no supieron responder, tal vez porque el intérprete no podía traducir literalmente el concepto de años o simplemente porque el tiempo como se conoce en occidente no existe en la selva y es complejo entender que ayer fue anterior a hoy y que posiblemente existirá un mañana, debido a esto y por la forma del cuerpo del niño, decidieron que tendría unos diez años, posiblemente fueran más por las precarias condiciones alimentarias y nutricionales de la tribu, donde la carencia de alimento afectaba el crecimiento y desarrollo corporal de los individuos. 

Ahí las verdaderas historias de horror de la selva salieron a flote, un lugar funesto que sirvió de asentamiento a las compañías caucheras de la zona. En este caso particular La Casa Arana, epicentro de los caucheros a inicios del siglo veinte. Las historias corrían de boca en boca, contando cómo los indígenas fueron esclavizados por la compañía. Debían llevar una cantidad específica del preciado líquido blanco al final de cada día, so pena de recibir azotes si esto no sucedía. Con personas mal alimentadas, sin herramientas y abandonadas en el infierno, los abusos de caucheros no se hicieron esperar. Asunción le contaba a los soldados que muchas veces su padre fue azotado hasta despellejar la piel de la espalda aún cuando tenía la cantidad esperada por los colonos. Quienes en un momento de odio, desespero y necesidad –como algunas veces argumentan- golpearon hasta el cansancio a los indígenas porque el producto bruto esperado por día no se cumplía en el lugar. –La maldad del hombre blanco no tiene límites- indicaba Asunción, receloso de trabajar para militares, pero la necesidad de llevar comida a su casa era más fuerte que el repudio hacia esos monstruos de piel pálida que diezmaron su pueblo, asesinando y violando sin piedad a mujeres y niños, muchos de ellos muertos a machetazos cuando trataban de evitar el castigo a sus progenitores.

Solo dos días habían pasado desde la llegada al lugar y ya conocían lo sucedido. La superstición de los soldados crecía a cada momento, especialmente cuando la guardia escuchaba los ruidos de la selva y los confundía con almas en pena vagando por esos parajes inhóspitos, aquellas almas torturadas por los caucheros que deambulaban aún frescas en la zona. Las incursiones en diferentes direcciones mostraban lo mismo, sin rastro de soldados enemigos, tampoco indígenas, quienes, en medio de las atrocidades cometidas, se adentraron más y más en la densidad de la selva, buscando perderse en los arrabales del infierno creados por la tupida vegetación. Parecía que se los hubiera comido la manigua –al igual que nos comería a nosotros- pensaba el niño soldado. La columna adelantada habría salido varias horas atrás en busca de rastros, estarían fuera cuatro días, tiempo en el cual esperaba el capitán poder desarmar el campamento y retornar hacia Güepí, una vez llegaran las órdenes del mando superior.

Había poco que comer por esas latitudes, más aún cuando la mayoría del pelotón venía de las montañas del sur del país donde poco se conocía la pesca, su alimentación primaria estaba basada en carne de res, papas y cebollas. De igual manera aprendieron a pescar en los ríos y caños aledaños, muchos soldados olvidaron que estaban en un frente de batalla, para ellos el lugar asemejaba los parajes rurales de su vida cotidiana, y se dedicaron a descansar en los tiempos que la instrucción militar lo permitió.

Asunción estaba siempre alerta, con una cerbatana que bien podía medir un metro o más, parecía un soldado medieval cargando un arcabuz primitivo, observaba los movimientos en los árboles y al levantar la mano hacía que toda la columna de exploradores se detuviera, había identificado un mico, con mucho cuidado tomó un dardo, lo mojó en aquella sustancia negruzca y pegajosa para ponerlo en el borde del cerbatana, la cual acercó con sigilo a sus labios y con un impulso de sus pulmones sopló vigorosamente, las hojas del árbol se estremecieron y unos instantes después cayó el desafortunado animal, quien resultó ser una hembra con su pequeña cría que no quería desprenderse del cuerpo de su madre muerta. Hábilmente, Asunción tomó el pequeño animal y lo amarró por la cintura, se terció el cuerpo de la madre al hombro y continuó la marcha hasta llegar a un claro en la selva donde descansaron un par de horas luego de caminar desde las seis de la mañana, ahí prepararon el almuerzo y posterior a esto, continuarán la ronda de reconocimiento.

El niño soldado se acercó a un lugar donde no crecía vegetación, una mancha gris y similar a otras observadas en las cercanías de la casa Arana había despertado su curiosidad. Asunción se acercó a él y le dijo con una voz que podría confundirse entre la nostalgia y la tristeza

–No pisé ahí joven, cada mancha es un recuerdo del sitio donde los caucheros sacrificaron e incineraron los cuerpos de mis padres y antepasados, ahí la selva se rehusó a crecer de nuevo.

 
 
 

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