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Una tarde

Armando llegó a su rancho esa tarde, cansado y con hambre, unas cuantas monedas en el bolsillo y la desesperanza de un mañana que sería igual que los anteriores. La pobreza se lleva con orgullo pensó, no es algo que duele, ni algo que aparece, simplemente se nace con ella y te acompaña toda la vida. No es un ave de mal agüero o una presagio desafortunado. Armando fue consciente de su pobreza una mañana del año 1954, la recordaba bastante bien, vivía con sus padres y seis hermanos en una choza que poco hacía para tapar el torrencial aguacero que caía en la zona, su padre era un jornalero que trabajaba por demanda en las fincas cercanas, esa mañana fría donde las goteras caían por doquier y el aterrador ruido del techo de zinc retumbando en cada golpe, se hacía más doloroso, como aquel sonido extraño que venía de su estómago, ya lo había escuchado anteriormente recordó ese día, pero solo hasta entonces lo sentía vivo dentro de él.

La artritis estaba acabando con las manos de su madre, una señora delgada que parecía colgar sus harapos más que ponérselos y que los fines de semana cargaba grandes platones llenos de ropa hasta la quebrada cercana, donde con el agua hasta la cintura golpeaba los trapos con un sonido rítmico, casi adormecedor. Armando no entendía por qué esa mañana veía todo más claro, los colores vívidos, el hollín de las piedras en la estufa más negro y el frío más penetrante. Sólo hasta ese momento recordó los golpes rítmicos que su madre impartía a la ropa sobre la piedra, recordó el frío del agua y las ganas que tenía de meterse en ella. Estaba sentado sobre la hierba, con los pies descalzos como se había acostumbrado a andar desde que caminara, se dirigió al agua, la mirada impasible de su madre lo seguía, esperaba que no se acercara al barranco pero Armando continuó caminando hasta una orilla que ofrecía algunas piedras que sobresalían del agua transparente, sus manos suaves se apoyaron sobre estas y al mojarse los pies sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, esa fue la primer vez que Armando sintió frío, ese frío que lo acompañaría por el resto de su vida. Una labor abnegada para esa lavandera humilde, pero con el tiempo sus manos se recogían y cada vez fue más difícil caminar hasta el arroyo, inclusive meter las manos en agua hirviendo con sal no ayudó, la deformación fue tal que en años venideros se convirtió en lo que ahora llaman discapacidad, pero eso en el campo no existe, hay que trabajar o uno se muere de hambre pensó Armando, recordando con dulzura su madre, a quién debió enterrar en el traspatio del cementerio del pueblo, donde los pobres son olvidad y los huecos deben ser profundos para que los perros no se lleven los huesos, qué diría el padrecito Abelardo, que con tanta piedad y tan bonito hablaba en las misas de los domingos y por alguna razón no pudo decir la misa de mi madrecita, sólo me dio una gaza untada de aceite que según él sería suficiente hacerle una cruz a la difunta sobre la frente y rezar tres padrenuestros, antes de llevarla al camposanto. Esa mañana de sábado hacía un calor infernal recordaba Armando, caminó con una tristeza profunda hacia el cementerio, tenía la gaza que el padre Abelardo le había dado, ese pedacito de tela húmeda se convirtió en la más preciosa de sus posesiones, aunque estas se contaran con los dedos de una mano. La reja del cementerio crujió como un animal adolorido, el óxido y la herrumbre se la comían poco a poco, aunque fuere pintada para cada fiesta de los santos difuntos el primero de noviembre, sin quitar la podredumbre del fondo, como otras cosas reflexionaba Armando, seguía pudriéndose de adentro hacia afuera, esa mañana el frío de la reja lo despertó de sus cavilaciones, sabía a lo que iba pero prefería no pensar, es un cometido y ahora que él era el hombre de la casa a sus dieciséis años, era necesario que las acciones más difíciles y que pocos hombres de los cuales conociera en su vida, tendrían las agallas de cumplir un cometido como ese.

Nemesio estaba con la pala en sus manos, sudaba copiosamente y los rotos del sobrero dejaban pasar más calor del que cubrían, lo miró con desdén pero ya imaginaba de que se trataba esa visita anunciada, sabía que doña Matilde estaba agonizando porque todos en la zona lo comentaban y el murmullo general se podía resumir en una sola frase, pobre señora, madre de dos putas y de un muchacho que no era tan bueno para el jornal como su padre, cuando muera tendremos que ayudar a recoger la difunta y botarla en el cementerio, nadie quiere oler a mortecina y menos cerca de otras casas. Armando levantó una mano en señal de saludo, el sepulturero que debía contar con unos sesenta años en ese momento, tomó una bayetilla roja y lo pasó por su frente, secando el sudor y guardando el improvisado pañuelo en el bolsillo de atrás, con un ademán señaló una pala que estaba sobre el montículo de tierra a su lado, Armando la tomó y como su hubiera escuchado juna orden silenciosa, empezó a palear tierra, la cual estaba húmeda de la noche anterior, apretada y luego de una media hora, se escuchó un sonido seco, que retumbó en una especia de cavidad bajo sus pies, Nemesio rió, le dijo: al menos la doña no se ha movido de aquí, coja esa cuerda y levantemos esto que tengo hambre. Entre los dos exhumaron el ataúd, estaba algo podrido y entre los huecos se podía ver los encajes blancos y el forro ahora amarillo y manchado. Con machete en mano, Armando vio con horror cómo el sepulturero cortaba el cuerpo de la difunta, el crujir de los huesos acabó cuando todos pudieron acomodarse en el osario, restos de vestido y tras una minuciosa verificación que “algo” le hubiera dejado la difunta al sepulturero, con varios golpes secos de martillo clavó la tapa, miró con desdén a Armando y le dijo: bote los restos del vestido la hueco y no lo tape hasta que traiga a su mamá, coja un trapo y con agua limpie el cajón por fuera, eso de llevar tierra de aquí para la casa no es bueno, si quiere le presto el burro, atrás de la capilla hay unas manilas para que lo amarre, cuando ponga a su mamá adentro, tenga cuidado cómo la saca, debe tener los pies siempre por delante.

Armando procedió como le indicaron, el sol del mediodía estaba menguando pero hacía un calor propio de los patios del mismísimo infierno pensaba, esas palabras las recordaba porque el padrecito Abelardo siempre las decía en la misa del jueves santo. Cuando llegó a la choza, encontró que su madre ya no estaba blanda, había tomado una rigidez increíble y fue difícil amortajarla, afortunadamente la difunta había quedado estirada y de esta manera la arrastró por el piso de tierra hasta el patio donde las gallinas estaban picoteando la caja, ese sonido que Armando recordaría el resto de sus vida, sordo, hueco y que muestra la muerta dentro de algo.

Puso como mejor pudo el cuerpo dentro del ataúd, y antes de clavarlo sacó la gaza de su bolsillo, estaba ahora con tierra, debió caerle cuando estaba con Nemesio, hizo la señal de la cruz en la frente de su madre y esta quedó marcada como un miércoles de ceniza, rezó los tres padrenuestros y cerró la tapa, con unos clavos oxidados que no podían estar más torcidos, cerró la tapa, unos golpes cortos con el martillo completaron la labor. Armando sabía que los muertos pesan más pero subir el cajón con su madre al burro le estaba costando mucho trabajo, ya eran casi las cuatro de la tarde y no debía llegar más allá de las seis le dijo Nemesio, de lo contrario debía dormir de nuevo con la difunta en la choza. Emprendió el camino hacia el cementerio y al pasar por la casa de lo Arbeláez donde su padre trabajó en el sembrado de café durante tantos años, vio al padre Abelardo, a quien la barriga le había crecido desproporcionadamente los últimos años, se levantó de la mecedora del corredor donde estaba junto con el dueño de la finca, hizo una señal de la cruz y volvió a sentarse. Armando lo miró con desdeño, no comprendió en ese momento la diferencia entre ser pobre y estar enterrando a su madre, al igual todos tienen una madre y algún día tendrán que enterrarla pensó.

Cuando pasó la reja oxidada, una parte del cajón se desprendió al golpearse con esta, Armando miró hacia atrás y siguió su marcha fúnebre, lo bajó del burro y buscó depositarlo con cuidado en la fosa, sus fuerzas menguaban y lo soltó en el último minuto, un sonido seco salió de la fosa, la caja se había desbaratado y poco tapaba los ojos abiertos de su madre quien lo miró desde la profundidad para siempre. Solo hasta ese momento lloró, las primeras paladas de tierra las tiró sobre los pies y el cuerpo, mientras la difunta seguía mirándolo, debió tomar algo de valor para taparle la cara, esto te va a doler vieja pensó, y continuó hasta tapar la fosa, la cruz de la otra difunta fue puesta en su lugar, habían unos garabatos escritos sobre ella, pero Armando no sabía leer, los raspó con una piedra y caminó lentamente cerrando la puerta del cementerio a su paso, la cual rechinó al cerrarse, en ese momento Armando recordó cómo le rechinaba su estómago esa mañana, y a partir de aquel día supo que la pobreza tiene sonido, uno de ellos cuando rechina el estómago vacío.

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